lunes, 18 de enero de 2010

No amanece el cantor




El cuerpo del amor se vuelve transparente, usado como fuera por las manos. Tiene capas de tiempo y húmedos,
demorados depósitos de luz. Su espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo, donde mi cuerpo
está dormido en todas tus salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece el cantor.

No dejéis morir a los viejos profetas pues alzaron su voz contra la usura que ciega nuestros ojos con óxidos oscuros,
la voz que viene del desierto, el animal desnudo que sale de las aguas para fundar un reino de inocencia, la ira que despliega
el mundo en alas, el pájaro abrasado de los apocalipsis, las antiguas palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como dádiva cierta en la mano del hombre.

La paciencia del sur. Sus enormes lagartos extendidos. El caparazón oscuro de la noche mordido por la sal. No llega la pregunta a convertirse en signo. Interrogar, ¿por qué? ¿Quién nos respondería desde la plenitud solar sin destruirnos?

Tenía el mar fragmentos laminares de noche. Los arrojaba al día. Para que el ave tendida de la tarde no pudiera olvidar
su origen en los terribles pozos anegados del fondo.

Y tú, ¿de qué lado de mi cuerpo estabas, alma, que no me socorrías?

Inmersión de la voz. Las aguas. Entraste en el origen. Cabeza decapitada junto al mar. Después no quedan más silencios.

Veo, veo. Y tú ¿qué ves? No veo. ¿De qué color? No veo. El problema no es lo que se ve,
sino el ver mismo. La mirada, no el ojo. Antepupila. El no color, no el color. No ver. La transparencia.

El centro es un lugar desierto. El centro es un espejo donde busco mi rostro sin poder encontrarlo. Para eso has venido
hasta aquí? ¿Con quién era la cita? El centro es como un círculo, como un tiovivo de pintados caballos. Entre las crines verdes
y amarillas, el viento hace volar tu infancia. -Detenla, dices.Nadie puede escucharte. Músicas y banderas. El centro se ha borrado. Estaba aquí, en donde tú estuviste. Veloz el dardo hace blanco en su centro. Queda la vibración. ¿La sientes todavía?

Los muslos de la mujer eran largos y húmedos. El fino vello brillaba dorado al sol. Interminable profundidad sin fondo de la piel. Cuando reía, parecía su risa estremecerle el sexo y desatar bandadas por el aire de indeclinables pájaros. Brotaba allí, me dije, como otras tantas cosas de la naturaleza.

(Jardín botánico)




J.Á. Valente


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