domingo, 2 de mayo de 2010

Del canto XXX de EPÍSTOLA DESDE CIMERIA



Bajo mano inmaterial, tendida sobre la distancia, percibo el pálpito de un corazón extraño. Como si dos corazones se albergaran en mi interior.
¡Voy hacia vosotros! Permaneciendo inmóvil, salgo a vuestro encuentro.
Vide cor meum.
Encadenado a estas Islas con el alma y la carne mortal, por raíces que se afianzaron por mi propia voluntad, una parte de mi espíritu alcanzará con alas de pergamino vuestros prados, que no conservan huella alguna de mi paso. Para ser reconocido una vez más por miradas humanas, y hacer revivir voces amigas cercanas a mi oído. Los intercesores del buen consejo.
Para sentir la tibieza de las manos que sostengan el volumen. O lograr que las páginas se tiñan, como bajo un vitral, por el azul de ojos antaño casi amados.
Para llegar a vosotros me expongo a la intemperie. Un ala frágil que se aventura en la ventisca.

Llegará un día, a partir del cual, esto será posible: que el desconocido con el que os crucéis por la calle, quizás lleve en su interior el reino invisible.

¿Se afanará siempre el corazón solitario detrás de sus propios ecos?
¿Será la derrota el único rescate del honor?
¿Se prolongará este tiempo de prueba hasta que la pureza de intención sea el único viento para las velas?
¿Es de esta guisa, derrotado y casi de incógnito, como debo retornar a mis dominios?
Para llegar hasta la Blanca Flor de un rostro, sobre lejanas almenas, ¿habré de arriesgar todo un linaje en más campañas y contiendas?
Pregunto... y mis preguntas suenan como afirmaciones: se afanará siempre el corazón, prendado de sí mismo. Será la derrota el rescate. Para llegar hasta el vaho invernal de una boca, se aventurará frágil ala en la ventisca. Se prolongará la prueba, mientras sean cirios y no antorchas lo que aferren nuestros puños.

Pienso que moriré de tristeza a los treinta y nueve años.

Imperceptible, como crece el jardín en medio del claustro, crece quizás en torno mío una incomprensible esperanza. Así, perdido, el brote de una rama primera tantea y se extiende. Como, ya a la orilla misma del sepulcro, una mano resucitada. Amén.



Ángel Sobreviela


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