jueves, 10 de junio de 2010

[MIRO UNA ROSA…]





Miro una rosa. La oigo: su ajetreo de pétalos,
su susurrante estruendo. La rosa es
sonido, y el sonido invade
los ojos, y, en sus salas
tortuosas, seducido por sus jugos,
muda en palabra;
después, aceleradamente,
destila
sus aguijones
y se fractura: sus astillas llueven
sobre los acerados barrizales del cuerpo,
sobre la playa en que la oscuridad
se descompone
en caricias oscuras
y en nácar
oscuro. El mal
visita el cuerpo como una metralla
feliz,
y lo decora con excoriaciones
y cánticos. Un viento como un muro
lo escolta: un viento al que se adhieren rayos
cárdenos, que se opone a la nada y aboga
por la nada, que silba
por los escarpes de la desmemoria,
como si lo impulsase una mano perlada
de desnudez o un sol radiante
de noche.
La rosa, el ojo, el verbo, el mal: yo.
Cuanto me constituye —y también
lo que me desaloja: mis apneas,
mis nadies— quiere respirar
puños, articular el fuego
en que perviven los que me han amado
o destruïdo,
cancelar el silencio de las simas
a las que arrojo
mi savia
y mi silencio, y de las que sólo
emerge un negro resplandor.
Entre la piel y el mundo crece otra piel,
en la que impactan
objetos intangibles
y se refleja
un azul grande,
ribeteado
de costras. Una ráfaga de truenos silenciosos
retumba en las aceras y en los sueños,
y esparce su semilla, que agoniza
y mata al mismo tiempo. El dolor
que imprime es córneo,
un coletazo nulo que derrama sus lágrimas
en lo que poseemos, o en lo que nos posee.
¿Quién ha creado estas agujas
y quién la carne en que se clavan?
¿Quién almacena gelidez
y estaño en el pecho de las cosas?
¿Quién soy, si sólo soy lengua, si sólo
soy yo?
¿Existo acaso sin esta aflicción
que paraliza
mis dedos
y a la vez los excita, y que postula
un surco moribundo, una acequia de gritos
que fertiliza
mi exilio
con la solar ambigüedad
de las palabras? ¿Cabe el fragor de los días
en los pulmones carcomidos
por los días? La lámpara
que me ilumina, el lápiz con que escribo,
la noche en que renazco y me deshago:
todo es la cólera
que me abarca, la herida
con que me visto,
la deyección que interrumpe
el fluir sosegado de la muerte
y lo vuelve otro ser, otro hontanar
más desollado y transparente,
cuyas aguas pronuncian, mutiladas, mi nombre.




Eduardo Moga


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