viernes, 24 de diciembre de 2010

Espacios de sombra y oquedad





La cocina es su espacio favorito,
gracias a los pasajes de tuberías, grifos y desagües,
aunque también se condensa sobre ollas y perolas humeantes,
es decir sobre la propia vida que la explica.

En la grasa depositada en las paredes,
la humedad se adapta, busca los intersticios de la fregadera,
las juntas de las baldosas ennegrecidas primero
y luego cubiertas por ese oscuro verdín
coexiste en tenue promiscuidad con el blanco seboso y amarillento de la cerámica que nadie limpia con la energía suficiente para erradicarla por unas horas,
el tiempo suficiente del resuello con que se recobra,
se encrespa y salta de nuevo para hundir los garfios de la mugre en
cacerolas y sartenes,
en los platos sucios olvidados sobre la mesa, en esos cubiertos pegajosos que ella,
la esposa ausente,
—siempre minuciosa—
diría mal lavados.

Debajo de la pileta
—como la llaman por estas latitudes—
nadie se preocupa por su existencia.
El sifón de plomo,
las viejas soldaduras,
el bajo oculto de la fregadera
exudan humedad en la libertad que da la oscuridad.

Cómo no es visible y es en apariencia su reino
—el de la sombra y la oquedad,
el encierro agobiado y el rincón inaccesible—
no se vislumbra ni se la tiene en cuenta.

En el ecosistema de la cocina
—según los técnicos ambientales—
está su reserva y la fauna protegida;
aquí las especies amenazadas:
gusanillos de plata escurridizos
ágiles cucarachas huyen de la luz si abres la puerta
invisibles bacterias de la suciedad,
gérmenes del agua filtrada
ácaros del moho,
insectos de especies revitalizadas
han hecho de la desvencijada ciudad su nuevo reino,
aquel cuya orilla dejaste atrás un día.



Fernando Ainsa


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